viernes, 8 de diciembre de 2017

Tiempo y espacio


Salí a la calle un domingo a la mañana,
casi al mediodía.
Por la esquina de la facultad pasa
un 32. La patente empieza con A y tiene
los viejos colores de la línea 21. Atrás viene
otro, rojo y gris; el plotter del costado dice 117.
Sé bien dónde estoy. Ya vi
que dice 32 encima del parabrisas, ya sé
que los ramales a Olimpo cambiaron de dueño.

Sin embargo, la culata tricolor
abre una grieta en las coordenadas.
Colectivos de las líneas que menos vi en mi vida,
un sol ya olvidado iluminando una calle
irreconocible por el tránsito dominguero…
Esos detalles, unos cambios
aleatorios en la escenografía, podrían ser
indicios de una alteración espaciotemporal.

Capaz que este es otro barrio, que la vieja
General Paz está a un par de cuadras,
que la nicotina es la única droga
que conocés,
que estoy por terminar el colegio y que
nosotros podemos ser otros,
sin tantos agobios.
(Ya me compré el libro de Pizarnik,
y podría ser lo que nos convoque,
como fueron los discos
con Jagger y Richards).

Una vez en casa, debería orientarme
y reconocer el tiempo presente.
Pero la biblioteca y los sillones
y la mesa con su carpeta verde,
y este mismo aire,
inalterables por décadas,
me siguen confundiendo.

4 comentarios:

  1. Excelente, que tema el de las líneas de colectivos, y el sentirse fuera de tiempo y espacio. Sea despierto o dormido, es algo que siempre me preocupó. Incluso en pesadillas.
    Borges decía (en los comentarios de mi última entrada digo esto, por eso acude enseguida a mi mente no muy despejada) que había conocido una familia cuyo mayor interés pasaba por las discusiones acerca de los recorridos de las líneas de colectivos.
    Una vez tomé el 32, una sola vez. El 117 muchas, fui habitué de la Gral Paz y de sus entradas por Mataderos, Lugano, aunque no se qué hace cuando entra en el sur del conurbano.

    En tu poema el personaje llega a una casa que no reconoce, perturbador.

    Abrazo!

    ResponderEliminar
  2. Los recorridos de las líneas de colectivos constituyen una cartografía narrativa, o una narración cartográfica, muy interesante. La guía Peuser era una de mis lecturas favoritas de la niñez.
    Sitios web como Omnilineas le dan otro carácter al dibujar los recorridos en el mapa. Sería aun mejor (y más práctico) si se pudieran superponer los gráficos de varias líneas, para comparar cuál conviene más o por mero placer pictórico.

    El personaje del poema, cuando no es personaje, sino persona, a veces no se reconoce a sí mismo, pero bue....

    Saludos!!

    ResponderEliminar
  3. La primera guía de la ciudad que recuerdo es una Filcar que tenía mi viejo. Como casi todo lo poco que pertenecía a mi padre, para nosotros los súbditos, encerraba un cariz sagrado, o más bien prohibido. Es decir, prohibido. Malditas religiosidades. El asunto es que recuerdo muy bien el deterioro de dicha Filcar, una de esas con espiral. La conocí -según mi memoria- ya un poco rota y, de allí en más, el deterioro no cesó.

    Años más tarde apareció una guía T. Al no ser de mi padre, la revisaba yo con mayor tranquilidad y casi a cualquier hora. Me gustaba el sistema de marcación de coordenadas de los recorridos de los colectivos. Así, viajaba como en un proto-google-maps, subido a números que jamás se perdían en los recovecos de su peripecia. Conocía así las canchas de fútbol de cuya existencia oía los domingos en la radio portátil (también de mi padre), las veía sin mirarlas, gritaba goles que no eran ni de penal, ni de tiro libre, ni de córner ni de jugada. Ni siquiera eran goles en contra. Corría la vista de la página cuando descubría un hospital.

    Este poema, que recorro todavía como cuando miraba la guía T (que se deterioró hasta la desaparición, al igual que la Filcar), adivinando lo conocido en una intuición numerológica, me recuerda mis últimos días en Buenos Aires, hace una semana apenas. Mi vieja vendió su casa, esa en la que yo miraba y miraba los planos urbanos e imaginaba esos viajes en colectivos imposibles. En el inminente éxodo, se desarmaba todo o, más bien, todo salía a la oscuridad, desde otra oscuridad (la misma). La acumulación de objetos que ya no significan, las capas de pinturas y cambios numéricos en las líneas de colectivo familiares. El devenir, que nunca es progreso. Al fondo, la casa de mi abuela sólo existía en mi Guía T cerebral. Los muertos habían sido arrancados del espiral de la Filcar mientras yo los resucito en vano en los pedacitos de papel que quedaron enganchados al espinazo de alambre al ritmo en que las páginas fueron huyendo.

    Mi vieja, en uno de esos días de remolición (sic), me mostró la chapita que habían colgado de mi cunita, al nacer: mi primera identificación social. Incluía la fecha, mi nombre y peso. Cuatro cuatrocientos (¡qué buen nombre!). Los ombligos (que conservaba, de sus tres hijos) los mencionó, pero permanecieron en la obscenidad (como las páginas perdidas de las guías). Ese mismo aire (inalterable por décadas), junto a un puñado de objetos, me seguían confundiendo a mí también.

    Siempre es bueno entrar aquí.

    Fuerte abrazo.

    ResponderEliminar
  4. La Filcar era el aspiracional de mi niñez, limitada al plano desplegable de la Peuser, con su fondo naranja sobre el que calles como líneas blancas formaban las pequeñísimas manzanas. Y siempre, pronto, se perdía.
    Nunca tuve una T, pero, cuando podía pispearlas, me encantaban los colectivos dibujados con sus colores, aunque ya eran los 90 y rápidamente uno se encontraba con colores que no eran, porque habían cambiado, porque el proceso de concentración empresaria que comenzó en esa década reducía la variedad tradicional de colores.
    En aquel de tiempo de Peuser, me sorprendían las ausencias de algunos números, que rompían la perfecta continuidad. Hasta que otras líneas fueron desapareciendo (la 162, por ejemplo) y descubrí entonces la razón de aquellos faltantes: las líneas de colectivo también mueren.

    ¿Será que los muertos se llevan las páginas perdidas de la Filcar, el plano perdido de la Peuser, para orientarse (en el) más allá?

    La otra vez, cuestiones de humedad, se saltó un pedazo de pared y, debajo de él, como una capa geológica, apareció el color té con leche con que estaba pintado el living muchos años atrás. Fue tan abrumadora la sensación que no pude escribir nada satisfactorio al respecto, aunque realmente lo deseé.
    El alud de pasado que dispararon esos ínfimos centímetros cuadrados será nada cuando desarmemos esta casa. Cuando accedamos a la habitación inaccesible (por todas las cosas que acumuló mi madre en ella) se nos vendrá una vida encima. (Quién te dice que no aparezca una vieja Peuser).
    Un Vajont que trema, a veces, anunciando, y cuyos detritus nos aplastarán.

    Cuatro cuatrocientos... Gordito el flaco... (?)

    Gracias por tremendo comment..!

    ResponderEliminar