A mediados del año pasado vi una historia de instagram de
Luciana Reif donde publicó la info de una nueva editorial, que lanzaba
una convocatoria para recibir originales con miras a publicar, y
alentaba a que mandáramos nuestros sueños de libros. Así lo hice, luego
de mirar las bases y condiciones, y de retocar algún –fracasado– envío
previo a otra editorial, repasándolo, reacomodándolo y quitando el poema
que habla sobre Gaza (?).
Pasó el tiempo, un par de veces
chusmeé el Ig de esta editorial, de capitales brasileños, y me parecía
encontrar algo del marketing de los pastores evangélicos en su manera de
comunicar.
Un día, en mi visita diaria y casi siempre vana a gmail, se me ocurrió hacer algo que casi nunca hago: mirar
la carpeta de spam. Y allí esperaba el mail de la editorial donde me
decían
que se había presentado "un parecer favorable para la publicación" de mi
poemario y que proponían la firma de un contrato. Y que tenía diez días
para contestarles. De esos diez días, seis habían pasado sin que yo me
hubiese enterado.
Respondí en medio del desborde emocional en
plena madrugada pidiendo disculpas por la demora. Y haciendo un par de
preguntas porque la redacción del mail me resultaba confusa. No entendía
a quién le proponían firmar el contrato (¿a mí?, ¿al dueño de la
editorial?) ni tampoco quién
debía hacer la revisión gramatical que pedían.
De por sí, me resultó incómodo que unos
portuñolhablantes –que escriben con errores en español, incluso en el texto del contrato–
vengan a poner en tela de juicio mi gramática. Tanto como extraño que alguien use la palabra gramática en un contexto de poesía.
Como
sea, me responden aclarándome las dudas, que la revisión gramatical la
tenía que hacer yo y que me proponían A MÍ la firma del contrato.
Guau, me van a publicar.
Leo
el contrato, sin poder consultar con abogado alguno, o alguna, y al
llegar a la cláusula décima entendí todo sin necesidad de asesoramiento
letrado. Dice que hay una preventa en la cual deben venderse treinta
libros en sesenta días, o se aborta la publicación. Y que en tal caso
devolverán la plata a quienes hayan pagado. También dicen que el autor
puede comprar los ejemplares suficientes para llegar a ese número.
O sea, pagar para publicar; o sea, otra Editorial Halley, pero brasilera.
Y yo, que vendí cinco ejemplares de los diez que imprimí (y mandé a
encuadernar artesanalmente) de mi libro, que no tengo amigos ni
conocidos ni familiares a los cuales entusiasmar como si fuese una
vendedora de Avon, comprendí la inutilidad de seguir adelante.
Les escribí para hacérselo saber y nunca contestaron.
No dicen cuánto habría que pagar, lógico en tiempos de inflación, pero
tampoco me interesa. No consideraría pagar ni aunque supiera cuánto es.
Si hay que pagar, prefiero pagarle (haberle pagado) a la piba que los
encuadernó, y listo.
Autogestión, autoedición y teflón en el espíritu para saber que no le importamos a (casi) nadie.
Creo que el mundo todo ya viene con esa cláusula.
ResponderEliminarTe mando un abrazo grande.
Que andes bien... en este día y cada día.
Desde la publicación hasta ir al psicólogo, siempre hay que pagar para existir, parece que es así...
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