viernes, 21 de marzo de 2025

Claúsula décima


 
A mediados del año pasado vi una historia de instagram de Luciana Reif donde publicó la info de una nueva editorial, que lanzaba una convocatoria para recibir originales con miras a publicar, y alentaba a que mandáramos nuestros sueños de libros. Así lo hice, luego de mirar las bases y condiciones, y de retocar algún fracasado envío previo a otra editorial, repasándolo, reacomodándolo y quitando el poema que habla sobre Gaza (?).
Pasó el tiempo, un par de veces chusmeé el Ig de esta editorial, de capitales brasileños, y me parecía encontrar algo del marketing de los pastores evangélicos en su manera de comunicar.
Un día, en mi visita diaria y casi siempre vana a gmail, se me ocurrió hacer algo que casi nunca hago: mirar la carpeta de spam. Y allí esperaba el mail de la editorial donde me decían que se había presentado "un parecer favorable para la publicación" de mi poemario y que proponían la firma de un contrato. Y que tenía diez días para contestarles. De esos diez días, seis habían pasado sin que yo me hubiese enterado.
Respondí en medio del desborde emocional en plena madrugada pidiendo disculpas por la demora. Y haciendo un par de preguntas porque la redacción del mail me resultaba confusa. No entendía a quién le proponían firmar el contrato (¿a mí?, ¿al dueño de la editorial?) ni tampoco quién debía hacer la revisión gramatical que pedían.
De por sí, me resultó incómodo que unos portuñolhablantes que escriben con errores en español, incluso en el texto del contrato vengan a poner en tela de juicio mi gramática. Tanto como extraño que alguien use la palabra gramática en un contexto de poesía.
Como sea, me responden aclarándome las dudas, que la revisión gramatical la tenía que hacer yo y que me proponían A MÍ la firma del contrato.
Guau, me van a publicar.
Leo el contrato, sin poder consultar con abogado alguno, o alguna, y al llegar a la cláusula décima entendí todo sin necesidad de asesoramiento letrado. Dice que hay una preventa en la cual deben venderse treinta libros en sesenta días, o se aborta la publicación. Y que en tal caso devolverán la plata a quienes hayan pagado. También dicen que el autor puede comprar los ejemplares suficientes para llegar a ese número.
O sea, pagar para publicar; o sea, otra Editorial Halley, pero brasilera.
Y yo, que vendí cinco ejemplares de los diez que imprimí (y mandé a encuadernar artesanalmente) de mi libro, que no tengo amigos ni conocidos ni familiares a los cuales entusiasmar como si fuese una vendedora de Avon, comprendí la inutilidad de seguir adelante.
Les escribí para hacérselo saber y nunca contestaron.
No dicen cuánto habría que pagar, lógico en tiempos de inflación, pero tampoco me interesa. No consideraría pagar ni aunque supiera cuánto es. Si hay que pagar, prefiero pagarle (haberle pagado) a la piba que los encuadernó, y listo.
No quiero que nadie se entere de lo insignificante que soy, no tengo ganas de explicar el nombre que uso. No tengo ganas de la foto firmando el contrato que hace Halley, no tengo ganas de ir a la reunión de confratenizaçao a la que invitan los brasucas. No quiero mandar una foto de mi cara, básicamente porque no tengo cara. No tengo ganas de pensar cómo conseguir un texto de presentación para la solapa del libro (900 caracteres) ni una biografía (400 caracteres). No quiero ser la escritora que agradece a la editorial donde publicópagando.
Autogestión, autoedición y teflón en el espíritu para saber que no le importamos a (casi) nadie.

2 comentarios:

  1. Creo que el mundo todo ya viene con esa cláusula.

    Te mando un abrazo grande.
    Que andes bien... en este día y cada día.

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  2. Desde la publicación hasta ir al psicólogo, siempre hay que pagar para existir, parece que es así...

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