Son cosas que pasan no más
de dos veces en la vida,
escaso número como para aprender
de la repetición.
Encima, ningún emprendedor de la autoayuda vio
el filón de convertir su experiencia en baliza
del camino más pragmático
de la orfandad.
Y nadie sabe.
Nadie sabe cuándo se termina de morir el muerto
ni qué porcentajes de la demora corresponde
atribuir a la tortuga judicial,
a los abogados millennials,
a la propia torpeza o al jodido
legado del causante.
(A la intolerable caída de la ficha sobre
el reloj sin números que suena más fuerte su tic tac
porque ahora marca la propia
cuenta regresiva).
Los cientos de kilos, los miles de libros, los papeles
que dejó –y los que no dejó– y el último
acto de desprecio son las formas del final
y también donde empezó.
Ahí le subo el volumen a lo que suena
de fondo en la memoria, es una canción
de los Allman Brothers que dice "no es mi cruz
y no tengo por qué cargarla".