viernes, 31 de agosto de 2018

¿Las ambulancias terminan devorándose todo?


La morguera se traga el cuerpo
antes que la tierra
o el horno.
Todo lo demás queda.
Todo.


Una presencia gaseosa,
a veces tan imprecisa
como la que hubo antes
de que cerraran

la puerta de la Trafic.

Un torbellino disuelto
cuyas partículas quedan

adheridas a los días.

Hasta cuándo.

viernes, 17 de agosto de 2018

Igual, la vida sigue


Las manifestaciones excepcionales
de la gravedad trastocan orden
y función de las cosas.
El guardrail pasa
a ser una guillotina fija,
el cuerpo es el que cae sobre el filo.
Una pierna se descompone
en músculos, tendones, piel,
la arteria que mancha
el jean que la viste.
Los líquidos de la moto se derraman
sobre el asfalto
con más fluidez que la sangre:
esta es un mazacote viscoso y acotado,
un rojo espeso cuya memoria
será menor que la del aceite.

Ahora ves
el mundo al ras del suelo,
donde el viento y las sombras corren distinto,
el mundo al borde de la colectora,
donde la ambulancia
tarda una hora en llegar,
el mundo cerca
del shock hipovolémico.
Alguien saca una foto, un signo
de estos tiempos, un recuerdo de lo que será
un nuevo nacimiento.
La imagen no refleja los gritos,
“¡no te duermas, no te duermas, por favor no te duermas!”,
los ojos de una liebre encandilada
no reflejan el miedo.

La elipsis con que se protege la cabeza consta
de tres pasos: ambulancia, hospital,
alguna forma de curación.
La elipsis del relato tiene un mes
para elegir sus highlights.
Lo peor que te puede pasar es lo mejor que te puede pasar
o lo mejor que te puede pasar es lo peor que te puede pasar,
el orden de los factores no altera el diagnóstico.
Ya sos mayor, tenés que firmar vos.
Hay que amputar.

viernes, 3 de agosto de 2018

Lluvia dorada


La hora pasó, puntual, antes
de que pudiéramos acabar.
Nos dimos hacerlo incluso
en el campo semántico de los abogados
–a pelo–
y ni así
pudimos traspasar ese vidrio que algunos
deciden cuándo quebrar y a otros
se les rompe de pronto.
La coreografía necesaria para volver al mundo
de la ropa puesta
tiene algo de fordista y esta vez
mucho de apuro. Hasta que la veo sentada
en el inodoro, con el torso echado
hacia adelante, y el vértigo se disuelve.
Por su pelo recogido y el arco
de la espalda sobre los azulejos gastados
porque era la última y la primera vez
que tenía acceso a esa imagen,
salí de la bañera, abarqué su cuello
con una mano y deslicé
mis dientes por su nuca.
“Me hacés cosquillas”,
dijo, en una casi risa,
y todo sucedió tan rápido que no pude pensar
en que estaba haciendo pis.
Si no, le habría pedido
un poco de lluvia dorada.