El tren lleva
semanas sin pasar,
lentamente
la periferia del tajo férreo
se va desacostumbrando a su vibración,
la estela de esa lata roja,
que amplifica la de los cientos
que transporta.
A las ocho pasadas de la noche
se encuentran pocos signos vitales
en este borde chato, negro y ámbar:
el colectivo trucho que estira
su recorrido por la debacle ferroviaria,
la bombita incandescente iluminando
una ventana que también es kiosco
donde nadie compra,
el perro que veo a lo lejos, que,
me doy cuenta al pasar
a su lado,
es un gato enorme,
mi cabeza y mis ojos, que miran largo
y calculan que todavía faltan
seis cuadras para la ruta,
tres medios
de transporte para mi casa,
unas variantes del silencio para mañana.